Relatos

Relato de aquella vez en que el sol se quedó en horizonte

Tengo miedo de mi reflejo en el espejo, y no de mí, ni de mis actos en mis ojos reflejados, ni de mi cara de mosca muerta que esconde mi verdad, sino de la cicatriz gigantesca que se me resalta al sonreír, tengo miedo porque esta cicatriz me recordará por siempre el acto que consumé y por el cual jamás pagué. Cicatriz que al cepillarme los dientes por las mañanas, con los ojos llenos de lagañas y la barriga aún vacía, revive a la persona desgraciada que habita en mí, me doy cuenta mientras escribo, que el odio que alguna vez tuve por el mundo enfermo, es el que tengo hoy por mi ponzoñoso corazón.

 En mis más humillantes días deseaba que si es que existía un dios, me juzgase con severidad al llegar a la otra vida, pero con el paso de los meses me doy cuenta que no puedo esperar hasta entonces, ni tengo la valentía de adelantar el proceso. El peso de la justicia que me evade hace meses, es el peso que buscó me aplaste luego de enviar esta carta.

El 27 de algún mes del año pasado perdí el amor de mi vida. Me había enamorado locamente de una mujer hermosa, con belleza indescifrable y ojos de pantera, era enérgica, llena de más ideas de las que mis manos podían ayudarle a hacer realidad, y tenía el alma y el corazón suaves. Se casó conmigo sin pensarlo el día que sin pensarlo se lo propuse, y vivimos tan felices como pudimos vivir hasta que el sol dejó de salir en el vecindario.

No era extraño decían los más ancianos, pasaba cada 100 años desde hace 400, y nadie sabía cuánto podía durar esta vez. La noche trajo consigo toda clase de fieras y alimañas, las calles del pueblo se llenaron de serpientes venenosas y felinos gigantes, nadie supo su procedencia, las mujeres creían que eran llamados por la luna, aunque en días de luna nueva seguían saliendo de las huertas de los vecinos a repartir en las polvorientas calles sus heces y sus desastres. Una noche se aglomeraron e hicieron tal alboroto, que entre garras y cascabeles aplastaron a doña Flora que venía del huerto con las manos llenas de los frutos frescos que quedaban de la cosecha antes que el sol se fuera.

Las fieras rasguñaban puertas y portones, derribaban cercas y mataban a los gatos y perros que por mala suerte jugueteaban en los patios, a pesar de todo mi esposa y yo no podíamos ser más dichosos, desde que el sol se fue, nuestro lecho era eterno, nuestra única tarea del día era consumar el matrimonio por enésima vez, y aunque el hambre apremiaba, teníamos a nuestro favor las conservas de frutas y verduras que mi mujer hacía por pasatiempo, y las hogazas de pan que sabía hornear a la perfección, así tuvimos por varios meses lo suficiente para dedicarnos a engordar y amar en la oscuridad.

Fuimos felices, mientras las verduras en vinagre y las mermeladas alcanzaron, fuimos felices, pero tiempo después de escasear la comida los vecinos parecieron fijar sus focos en nuestra casa, con los nuevos instintos primitivos activados, ya no sabíamos quiénes eran más fieras, si animales o personas. Así el día vivíamos acechados por fieras y malos vecinos, que buscaban de nuestra alacena las pocas hogazas de pan que mi esposa había alcanzado a hornear con lo que quedó de harina, era preciso que volviera el sol y con eso en mente, una noche mientras mi mujer molía a golpes con el palo de amasar pan al gato que vagaba por nuestra alacena, vi en el techo de la pieza, escrito con grafito entre el hongo de humedad, la profecía que había de cumplir, “el amor debe morir para dar paso al sol que se busca redimir”.

La profecía nadó y buceó en mi cabeza, se resbalo por los toboganes de mi mente, y chapoteó en los charcos de mi astucia, así por varios meses hasta que comencé a planear el acto. El hambre no es algo que se tome a la ligera, entre los pocos panes y las fieras no podía pensar bien, y la profecía arrasaba con terreno de mi mente, me distraía en las noches mientras agotado del sexo lloraba en el sofá, no existía nada más en mi cabeza que la idea de cumplir lo que una noche apareció frente a mí.

Los días pasaban entre sus caricias y mis deseos, entre sus dedos con mis dedos, y el pensamiento de que algo debía acabar para que todo volviese a comenzar, el sabor a piel de mujer se me tornó de dulce a amargo en la boca, y los labios me dejaron de saber a miel, todo sabía a carne, a sangre, a piel muerta entre mis labios, y una mirada ajena tras sus ojos.

Así la maté, dejando abierta la ventana del cuarto antes de dormir, y depositando sobre su almohada algunas migajas de pan, las fieras y los hambrientos se la llevaron. Me dejaron el sabor a sangre en la boca y esta marca en la mejilla que se asemeja a una sonrisa. Cuando el sol regresó solo vi cadáveres a mi alrededor, vecinos que atraídos por las migajas sufrieron un destino peor que el de mi amada esposa, desde entonces no me agasajan solo llamándome inocente sino que me enaltecen con el título de sobreviviente.

No esperaba pues haber asesinado con tal astucia. Al volver el sol y la normalidad todos mis pecados parecieron ser perdonados, pero todo lo que quise en mis noches de locura fue morir, todo lo que quise al arrancarme la lengua una noche fue dejar de sentir. Hoy envío esta carta entre la locura y el odio, y pido por dios se me lleve a la horca, no merezco más, ni espero menos.

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