Poesías

Pueblo Blanco, tríptico de poemas

I

Nacer

Entre vientos y solazos, y el guayabo del día pasado,

nací cual brote de campo, entre la brisa del eterno verano,

en un pueblo blanco muy parecido a aquel del que habló Serrat.

Nací con los pies descalzos y a día de hoy no hay zapatos,

y en mi pueblo blanco el calor siempre a punto de vapor.

Nací con el pelo ondulado como los ríos que habrían de bañarlo

y claro como el sol habría de ponerlo en las largas caminatas en busca

de las grandes cascadas.

Nací bajo el ardiente sol, con el sudor siempre en la nuca,

entre violencia y atentados nací cual brote de campo en brisa.

Nací para ver el verde de las gigantes ceibas y de los pájaros el multicolor.

Nací sin mucha bulla, y con el viento ardiendo sobre mi rostro,

las pestañas largas y las orejas cual pétalo en flor.

II

Crecer

Bastaban unos segundos para enterrarme en el ruido,

entre el comercio y los nidos de los toches amarillos,

y las pestañas cada vez más llenas del polvo, que la brisa intensa traía,

polvo que anunciaba el agitado día, que como es sabido,

empieza y termina con la misma temperatura del medio día.

Los cuadernos del colegio en la mochila,

mientras camino a casa el atardecer me llevaba,

y un diente de león en mano, que iba soplando despacio,

para desapercibido pasarlo del envidioso viento del sol.

Mi amor enjaulado en la punta del lápiz explotó,

y con café en la sangre las letras me llevaron muy lejos del calor,

y soñé, por primera vez me deje llevar, y me encontré añorando la paz,

la paz de los pueblos y de los niños, la paz de los viejos y de los amantes,

busqué entre libros una paz semejante y la decepción me amarró  más a mi lápiz.

III

Partir

Mi tierra olvidada sabe amargo, sin importar cuanto la amo,

mi pueblo blanco igual, se quedó chiquito ante mis sueños,

las ceibas gigantes se desplazaron alejándose del sol,

y los pájaros con su canto, me acercaron a la paz del mar.

El atardecer multicolor me dio el empujón,

Y el sueño se montó en flota a mi lado.

Quizás debí partir para entrañar con lagrimitas infantiles,

los cantos y lo picante, lo tradicional y lo vibrante, lo diverso de mi frontera.

Si no existiera nostalgia, en mis letras y en mis cantos,

no vería a mis veinte años, mi tierra como los viejos,

como aquellos que vieron el mundo pasar entre el carbón y la coca,

sentados sobre la mecedora al viento y al sol luego de la siesta.

Si no existiera nostalgia en mi mano,

no vería el mundo como un extraño,

como un poblador lejano que de una tierra estática se escapó,

para contarle al mundo que en el occidente, del norte, del sur,

existe un páramo dorado, que alimenta ríos negros

y que sobre el cielo a eso de las 5:30 de la tarde el sol da un espectáculo de color.

Sobre el asiento de bus llore por mi eterno verano en mi valle congelado,

donde las gentes indiferentes entierran a sus muertos,

bajo la arcilla naranjada que se derrite ante los pocos días de lluvia,

y llore por mi pueblo blanco, más alejado de la guerra que nunca

 y más cerca del olvido que siempre.

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